Hace ya varios años, por allá por 1996, viajé por razones de trabajo a El Salvador, Centroamérica. Mi objetivo era visitar la comunidad Segundo Montes, en la provincia de Morazán.
El asunto parecía sencillo, había que evaluar a un grupo de escuelas, cinco en total, construidas por una comunidad retornada del exilio y observar la nivelación de los maestros con respecto al programa de formación oficial, auspiciado por la Universidad de Girona, de Cataluña, España.
Al Ministerio de Educación, le interesaba conocer el sistema educativo implantado en estos centros escolares por el Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí (FLNFM); las autoridades habían aceptado su implantación gracias al acuerdo de paz entre la guerrilla y el gobierno. Los campesinos, luego de la guerra, habían conquistado el derecho de construir sus propias escuelas, a formar a sus propios maestros. El gobierno aceptó esto dentro de un paquete de medidas, pero impuso en cada una de estas escuelas a un director o directora, designado por el Ministerio de Educación.
En Centroamérica, suponen que nuestro país tiene un alto desarrollo en el campo de la educación, por esa razón, se nos asignó la calidad de “expertos” y como tales debíamos entregar un juicio, supuestamente determinante para la toma de decisiones del gobierno en relación al grado de autonomía que debían tener estas escuelas y a la validación o no del trabajo de los maestros que trabajaban en ellas.
Lo que he contado hasta el momento es el pretexto que me llevó a tener una experiencia, difícil de olvidar, ya que ella reorientó radicalmente mi vida.
Vestigios de la guerra civil
Cuando llegué a mi destino, junto a Paco Álvarez, mi compañero chileno, de origen español, tuve la posibilidad de visitar la embajada de los Estados Unidos, cosa que me impresionó. A la entrada, encontramos una puerta electrónica, de las que existen en los aeropuertos para detectar metales, y, especialmente armas de fuego. Luego, bajamos unos cinco pisos bajo tierra en un ascensor con gran capacidad de carga, hasta llegar a un conjunto de oficinas ubicadas en uno de los subterráneos, era la oficina de la Agency Education Development (AED) norteamericana, allí nos atendió una muchacha muy linda, con apariencia de hippie de los 60, toda ella contrastaba con la estructura militarizada de las oficinas, no voy a molestarlos con la conversación que tuvimos, sólo quiero decir que al finalizar la entrevista nos invitó a un fast lunch lo que nos permitió ver la luz del día de nuevo. Cuando llegamos a la superficie nuestra amiga nos mostró una enorme antena satelital ubicada en uno de los patios de la embajada, ella nos decía que nadie de la embajada sabía exactamente para que servía, pero que estaba allí desde los tiempos de la guerra.
Recordaría muy bien estos detalles cuando visité, tiempo después, el Museo de la Revolución, ubicado en Perquín, pueblo ubicado en las montañas, perteneciente al Departamento del Mozote, en donde en una casa de adobe muy humilde, los guerrilleros habían reunido fotos de sus compañeros, recortes de periódicos, distintos tipos de armas, ya en desuso y aparatos, que les ayudaron en su lucha contra la Guardia Nacional y la inteligencia norteamericana. Uno de estos aparatos era un citófono, como los que se usan en los edificios para preguntar quién toca el timbre, nos contaban que el modo de uso, durante la guerra, había sido el siguiente: “un cumpa” pegaba este aparato a los alambres de púas y éstos llevaban el sonido hasta el otro extremo, en donde otro “cumpa” recibía el mensaje y de esta forma burlaban los sofisticados equipos electrónicos de los norteamericanos.
En esos momentos, me preguntaba “¿Qué hace que un grupo de campesinos de una nación subdesarrollada sea capaz de resistir con éxito, durante un tiempo indefinido, a una Guardia Nacional apoyada por toda la tecnología y el dinero de la superpotencia más grande del mundo?
Se me ocurrió que para responder esta pregunta, tenía que mirar al interior de estas personas. Así que busqué en la profundidad de su ser, en su amor, en sus creencias, en sus sueños, en sus errores y desencuentros, en sus miserias y en sus grandezas, haciendo esto descubrí mis asuntos pendientes y mis propias preguntas sin respuestas.
Quizás lo más importante que encontré en El Salvador, nada tenga que ver con la razón que me llevó hasta allá. Lo más importante fue encontrar un regalo de la esperanza para la humanidad: la Comunidad Segundo Montes.
La comunidad Segundo Montes
Para aquellos que no conocen El Salvador, tenemos que contarles que éste es un país de montañas, montes y volcanes, en donde uno encuentra una selva verdosa y rala, que se apega al monte con muelas y dientes como quién se sabe frágil para poder sobrevivir. La única forma de sobrellevar esta vida es atando los esfuerzos de todos y todas en un sólo fajo, una vida unida a otras hacen una cadena de vida, en donde una persona no sólo piensa en sí misma, sino que además incorpora en su pensamiento a aquellos que ama, a aquellos que siente como una responsabilidad suya.
Inserta en un lugar, en donde antes del retorno del exilio no había nada, la comunidad, ha construido cinco escuelas, una biblioteca, un banco y dos industrias.
Lo cuento así, porque quiero dejar claro en la mente del lector o lectora que estamos hablando de una experiencia de gestión exitosísima, desarrollada por campesinos, hijos y nietos de abuelos y abuelas, que cuando partieron al exilio, impulsados por las matanzas de la Guardia Nacional, no sabían ni leer ni escribir. Muchos ni siquiera sabían que eran personas con derecho a la vida, y menos sabían de una vida digna.
Partieron al exilio, en un campo de concentración en Honduras, en donde la vida los puso en contacto con personas que por razones humanitarias, o de cualquier otro tipo que no puedo explicar aquÍ, les enseñaron a leer, a escribir, a organizarse, a conocer y cuidar sus cuerpos, a soñar con un mundo mejor para ellos y sus descendientes. Y, lo más importante, a partir de esta vivencia, aprendieron a rescatar algo que ha estado siempre en sus vidas y en la de sus ancestros, algo que los conquistadores y la cultura del Pentágono norteamericano no han logrado aniquilar, algo que le da sentido a su existencia: compartir sus vidas con otros y ser responsables de ello.
La gente de la comunidad Segundo Montes, me sorprendió mucho, antes de viajar allá me habían informado que la mayoría eran ex-guerrilleros, miembros de una organización marxista, cuando llegué y conocí a la gente me di cuenta que la mayoría son católicos, muy devotos y que en ellos y ellas no había contradicción entre el marxismo y el catolicismo, “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, de hecho Monseñor Oscar Arnulfo Romero, es un hombre de Dios que está presente en muchos de los corazones de los hombres y mujeres que lucharon del lado de la guerrilla en El Salvador.
En las escuelas de la comunidad Segundo Montes, la mayoría de los niños y niñas andan descalzos y con las ropas raídas, pero limpios y fragantes. La mayoría de las construcciones son muy sencillas, de cemento, con grandes ventanales, sin vidrios, con tejado de pizarreño con grandes boquetes por donde se cuelan los frutos que caen de los árboles y la lluvia, que afortunadamente en estos lugares se siente como una ducha caliente. A pesar de esto, uno puede observar la organización del aprendizaje muy ligado a la vida cotidiana. Los maestros, enseñan a vivir a los niños y niñas, a tener confianza en sus propios medios y con pequeñas cosas inventan juguetes, danzas y canciones. Ningún maestro se queja de que no tiene recursos, nadie espera que alguien le resuelva sus problemas, se trabaja con lo que se tiene y con lo que hay, y con eso se trata de ser mejor. La riqueza, entonces, se construye desde el interior hacia afuera.
Los maestros, por su parte, trabajan una jornada normal y luego de caminar largos kilómetros hacia el lugar donde reciben formación para convertirse en profesores del Estado, así es todos los días. El gobierno, se comprometió a pagar una mensualidad, correspondiente a la mitad de lo que recibe un maestro promedio del Estado. Mensualidad que casi nunca llega, pasan meses y meses en que estos maestros y maestras no reciben sus sueldos. Mientras tanto, es la comunidad la que los alimenta, los abriga y los alienta a seguir adelante. ¿Significa que estos hombres y mujeres no tienen deseos de progresar, de trabajar en mejores condiciones, de recibir un salario mejor y de tener una mejor calidad de vida?
No, muy por el contrario, estos hombres y mujeres quieren ser alguien en la vida, ir en pos de sus sueños y anhelos, aunque el gobierno no les haga las cosas fáciles. Está claro que en El Salvador como en muchos otros países de la América Latina, conviven dos o más culturas en la misma sociedad. Una, la cultura dominante, blanca, europea o norteamericana, desarrollada tecnológica y democráticamente; otra, una cultura indígena, apegada a sus costumbres ancestrales, a normas y ritos que son sometidas al escrutinio de la sociedad de la información y las comunicaciones cotidianamente; y en el medio, una cultura mestiza, la mayoría de las veces apegada a los designios de los países desarrollados y las menos, nostálgica del paraíso perdido que quedó atrás, antes de la llegada del capitalismo y su institucionalidad, como si lo que se vivía en la América Precolombina fuera el Edén del cual Dios expulsó a Adán y Eva.
Las comunidades como la Segundo Montes, están tensionadas por esta diversidad cultural, deben enfrentar y relacionarse con la economía de mercado y al mismo tiempo la internacional socialista, que busca influir en esta parte del mundo. Pero lo importante es que esta comunidad y otras como ella, entienden que cada uno de sus miembros es importante, que solos no son nada, que juntos son fuertes, que la comunidad es un bosque que permite refugiarse del viento, de la lluvia y de los derrumbes de las montañas, sólo el fuego los puede dañar, pero aún así de las cenizas renacen los retoños para volver a iniciar el ciclo de la vida.
Al pasar los años y mirar hacia atrás, veo lo importante que fue este viaje, porque puso en mi corazón y en mi mente una idea y un sentimiento, las ganas de pertenecer a una comunidad, y si esa comunidad no existe, entonces trabajar fuerte y duro para crearla. En este proceso he consumido ya 11 años, en el camino fue tocando las puertas de las organizaciones que creí que querían lo mismo que yo, dado sus discursos de democracia y tolerancia, nada más lejos de la realidad, mi país está lleno de islas, de ghetos, de círculos egoístas, que sólo ven con los ojos de la ambición, lleno de manos que cuentan el dinero con una avaricia increíble, como diría el Principito hace rato que dejaron de mirar lo importante, porque el corazón se les convirtió en un gran bloque de sal.
Gracias a Dios, no sólo hay gente egoísta, también hay personas de todos los sectores y círculos cuya honradez les hace sentir vergüenza ajena por sus propios compañeros, socios y camaradas. Dentro de todo, veo día a día a hombres y mujeres, de buena voluntad que trabajan por y para sus familias y los seres que aman, cuyos corazones se han endurecido por las durezas de la vida y la sensación de desamparo en que hemos crecido estos años, pero que sin embargo, son capaces de enternecerse con el nacimiento de un niña, o de soportar un poco más la carga para que la anciana descanse un rato, o alegrarse porque un hermano encontró trabajo y podrá casarse y tener descendencia. Hoy, que no distinguimos ninguna diferencia entre las izquierdas y las derechas, tendremos que construir nuestro propio camino, nuestras propias comunidades, ese el mandato para mi vida, y el primer mensaje lo encontré en la comunidad Segundo Montes, del Departamento de Morazán, en El Salvador.
Publicado en el portal de Letras de Chile